«Toca con el alma, ¡no como un pájaro adiestrado.! (C.Ph.E. Bach)
Los Conservatorios o Escuelas de Música, nos enseñan a tocar los diferentes instrumentos y a conocer sus recursos técnicos para una interpretación correcta pero, no enseñan nada sobre la presencia del músico en escena ni del repertorio gestual expresivo para que el mensaje del compositor llegue a los posibles oyentes lo más claro posible y lo que es más importante, con la carga emotiva adecuada para hacer «vibrar» a sus destinatarios.
Hasta finales del siglo XIX y principios del XX no se empieza a tomar conciencia y poner remedio a este déficit expresivo musical. Fue Gustav Mahler uno de sus más destacados impulsores con el fin de dar credibilidad a toda la bibliografía operística de la época; no se puede olvidar que antes de que Mahler iniciase este nuevo enfoque, los actores vocales en las óperas, eran meras estatuas en escenas, correctos en emisiones y entonaciones de notas pero petrificados e inmutables en el escenario. Los coros, más de lo mismo, bellas fotografías carentes de plasticidad. Y, con este panorama, resultaba igual de interesante quedarse en casa para oír el concierto por radio que ir al teatro, en ambos casos faltaba el poderoso ingrediente de la riqueza gestual expresiva.
Las pretensiones de Mahler por espectáculo «total», hicieron que naciera una figura hasta entonces desconocida: el Director de Escena (finales de 1800 en adelante). La falta de una escuela de expresión gestual pasa a ser cometido del Director de Escena. Todo bien, pero pensado para mejorar los intérpretes de voces, el resto, los instrumentistas, seguían siendo en todos los escenarios hombres o mujeres de piedra detrás de un instrumento, incapaces de dar rienda suelta a su expresividad musical corporal conformes a sus propias emociones interiores y acordes con la filosofía del compositor.
Hasta la sociedad musical de la época, estaba autocensurada hacia todo lo que fuese movimiento expresivo del músico en escena; al punto de que se ridiculizaba e incluso marginaba a todo aquel intérprete que intentaba transmitir poniendo además de su sonido su cuerpo y sus gestos de forma sincronizada pero al servicio de la obra musical. Sólo a los directores de orquestas se les permitía alguna licencia al respecto.
La corriente social anti-gesto, anti-expresión corporal en definitiva, comenzaba a tener sus días contados porque los músicos y la sociedad comenzaban a aceptar con normalidad la «teatralidad» bien entendida que lleva implícita como su ADN una composición musical en su ejecución con el fin de trasladar de forma correcta la diferente gama de emociones que el autor ha vaciado en la obra.
Y, de este modo, no tardarían en aparecer músicos que todos identificamos con una riqueza gestual y expresiva bastante notoria: Leonard Bernstein, compositor, pianista y director de orquesta; Carlos Kleiber, por citar dos claros ejemplos de la dirección orquestal. Mitsuko Uchida y Friedrich Gulda por citar ejemplos de pianistas famosos y así, podríamos seguir repasando a diferentes solistas de todas las familias instrumentales cuestión que alargaría en demasía el propósito del presente trabajo.
Pero, algunos incluidos públicos, se pasan de la rosca dando lugar a lo que Eduardo Galeano llamó «la cultura del envase» (dar más importancia a lo superfluo que a la esencia del mensaje); y así, asistimos en ciertos eventos musicales a ver una colección de gestos o mimos que casi nada tienen que ver con el contexto emocional que el compositor imprimió a su obra. Harto frustrante resultan estas últimas situaciones que cada día abundan más.
También quedan restos a pesar de la apertura hacia el gesto que prefiere perseverar como un auténtico adoquín en el escenario porque no saben hacer otra cosa, se ven incapacitados.
Pienso por tanto que en música, el gesto, la mirada, el movimiento, el cuerpo en definitiva, tienen que ir perfectamente armonizados con los sonidos, con el carácter de la obra, con las intenciones declaradas o escondidas del autor-compositor y si me apuran como decía C.P.E. Bach: «acorde con el lugar en el que sucede el acontecimiento musical».
Como testimonio de mi identificación con un tipo de gesto musical razonable, elegante, mesurado, en el que nada es gratuito o superficial para que los oyentes puedan sacar el máximo rendimiento de la obra, os dejo con un recuerdo de Claudio Abbado de quien se cuenta que en una ocasión aconsejó a un joven aspirante a la dirección:
«si de verdad quieres sentirte a gusto dirigiendo una partitura musical y conseguir que el público se implique en tu bello trabajo, aprende íntegramente y de memoria la partitura. Esto te permitirá liberarte en el podio de la tiranía del papel y de este modo podrás dar rienda suelta a tus gestos y a toda tu expresividad facial y manual.«
Abbado, esta filosofía procuraba practicar y excelentes resultados obtuvo de ella, sus compañeros músicos desde los atriles agradecían profundamente el repertorio de gestos con que eran atendidos.
José Mel. Macias Romero
Otoño 2016